Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo
llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos
médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin
aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus
ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó
mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando,
tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar
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