Si nos pusiéramos a contar las
canciones, los poemas, las novelas, las películas, las pinturas y todas las
demás formas de expresión que se han referido al amor de pareja, no
terminaríamos nunca. Se trata de un tema que parece inacabable, porque
siempre aparece una nueva forma de entenderlo, de decirlo. Desde las cándidas
manifestaciones del romanticismo, hasta las controvertidas revelaciones del
Marqués de Sade o de Anais Nin.
En la actualidad ha hecho carrera la
idea del amor como “una tabla de salvación” a qué aferrarse, en tiempos donde
todo se hunde y todo se renueva como si nada. El amor de
pareja es el oasis prometido, aunque se convierta en un campo de
batalla. También es la reafirmación del propio yo, aunque suponga
perderse un poco en ese otro yo que amamos. Es a veces la ocasión para
desencadenar nuestro cinismo o nuestro sarcasmo, frente a una vida que
consideramos infeliz. O nuestro nihilismo, si creemos que no vale creer.
¿Qué hay de enigmático en un
sentimiento que apenas hace unos cuantos siglos no le despertaba la curiosidad a
nadie?
La leyenda de Carlomagno
Si me lo preguntas, mi
relato favorito sobre el amor lo hizo Italo Calvino, en forma de una pequeña
leyenda y referido al gran guerrero de todos los tiempos. Dice así:
“El emperador Carlomagno se enamoró,
siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy
preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la
dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió
repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo,
porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había
hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El
arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y
quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un
anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín,
Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona
del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo
al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso
alejarse nunca más de sus orillas.”
Es evidente la intención de
Calvino de darle una nueva lectura a los ardores del amor. Ni siquiera le pone
nombre a la afortunada damisela que fue inicialmente objeto de semejante pasión.
“Una muchacha alemana”, dice apenas.
Luego se pierde por los laberintos
de lo absurdo: un celebérrimo guerrero que venera un cadáver y lo hace
embalsamar. ¿Nos sugiere que el
amor no responde a las exigencias prácticas de la razón? ¿Que desatiende los
límites de la cordura y se comporta como la entrada ineluctable en el mundo de
lo irracional? ¿De lo inconsciente, tal vez?
Finalmente, nos entrega la mayor
revelación: el amor se inscribe en el orden de lo mágico. Y tiene más que ver
con nosotros mismos y con nuestros demonios internos, que con el objeto hacia el
cual dirigimos el sentimiento.
Las coordenadas del amor
Si te defines como romántico y
eres un eterno nostálgico del amor, es probable que en este punto te sientas
incómodo. El amor es mayormente
cierto sufrimiento, pero “un sufrimiento rico” del que nadie se quiere
desprender. Florentino Ariza, personaje de la novela El amor en los tiempos del cólera,
rechazaba con ahínco a todo el que quisiera protegerlo de la brasa en la que
cada vez quería consumirse más. En esa lógica se mueve el amor y por
eso hace temblar los cimientos de nuestra vida, cuando se presenta como quien no
quiere la cosa…
Si algo tiene de valioso este
sentimiento es que nos deja justo al borde del abismo donde a veces se nos
antoja caer. Nos permite mirar el vacío cara a cara y nos recuerda que
“si Dios nos dio la vida solamente para quitárnosla, en cambio nos dio el amor
para que podamos plenificarnos” (mal parafraseando un poema de Juan Manuel
Roca).
¿Dónde queda entonces la
leyenda que con tanta maestría diseñara Italo Calvino? Quizás en la gran
paradoja que nos habita. En la infinita soledad
que cada uno de nosotros lleva como una marca y en la ilusión de superarla, con
la que se dibuja. En la verdad
de nuestro destino como individuos y en la promesa jamás cumplida de ser uno
solo con otro ser humano. Tal vez en la misma sentencia enigmática con la que
Pablo Picasso dilucidó la razón de ser del arte: “una mentira que nos acerca a
la
verdad”.
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