Todos los animales estaban reunidos a lo largo del camino que orillaba
el bosque. Porque era el día de la gran carrera entre la liebre y la
tortuga. La ágil liebre se había burlado de la lenta y pesada tortuga
y la había desafiado a una carrera. Nadie tenía dudas acerca de quién
iba a ganar, pero todos pensaban que resultaría divertido observar el
paso de ambos competidores. Junto al puente que cruzaba el arroyo, la
liebre y la tortuga se dieron la pata y partieron, tan pronto como el
negro cuervo, que era el árbitro, lanzó un agudo graznido, como señal.
La tortuga avanzó trabajosamente, tambaleándose sobre sus cuatro
regordetas patas. La liebre saltaba con excitación a su alrededor,
deteniéndose cada pocos metros para husmear y mordisquear los tiernos
brotes que crecían junto al camino. Finalmente, para mostrar su
despreocupación y el desprecio que le inspiraba su adversario, la
liebre se tendió a descansar sobre un lecho de tréboles. La tortuga,
entre tanto, seguía avanzando trabajosamente, centímetro tras
centímetro. -¡La carrera ha empezado! -advirtió la cabra, desde un
lado del camino. Pero la liebre respondió con impaciencia: -¡Ya lo sé,
ya lo sé! Pero la tortuga no podrá llegar antes del mediodía al gran
olmo que está en el otro extremo del bosque. En esta confianza, se
instaló a sus anchas y se quedó profundamente dormida. Mientras la
tortuga avanzaba con lentitud, los mirones se sintieron cada vez más
excitados, ya que la liebre dormía aún. Cada uno de sus diminutos
pasos acercaba más a la tortuga al olmo, que era la meta señalada.
Avanzaba lenta y pesadamente, mientras todos los pescuezos se tendían
para observar a la liebre ... , que dormía confiadamente su siesta,
encogida como una pequeña bola parda. Después de un lapso que pareció
interminable, la tortuga estiró su largo pescuezo y escudriñó el
camino que tenía delante. Allí, a pocos pasos de distancia, se veía la
imponente mole del gran olmo al que debía llegar. La tortuga estaba
exhausta por haber llegado tan lejos a su máxima velocidad, pero cobró
fuerzas para una arremetida final. ¡Y en ese preciso instante, la
liebre despertó! Al ver que la tortuga estaba casi junto al punto de
llegada, se levantó de un salto y echó a correr por el camino, a
grandes brincos. Apenas parecía una franja parda. ¡Los pájaros
empezaron a chillar! El gran león abrió sus quijadas y bramó. Los
demás espectadores gritaban, bailoteaban y saltaban frenéticamente de
aquí para allá. Nunca habían imaginado que la carrera pudiera llegar a
tal estado. Con sonoro clamoreo, incitaron a la lenta tortuga a
avanzar, porque sólo le faltaba medio metro, poco más o menos, y la
liebre se acercaba a toda velocidad. ¡Cuando faltaban cinco
centímetros, la pobre tortuga tenía a la liebre casi a su lado! Pero
lo mismo hubiera sido si su veloz competidor hubiese estado a un
kilómetro de allí. Con una gran embestida, la tortuga estiró el largo
pescuezo y tocó la corteza del olmo un momento justo antes de que la
liebre, jadeante, la alcanzara. ¡Había ganado la carrera! Los
espectadores aplaudieron con entusiasmo. Y palmearon a la tortuga en
su ancha y lisa concha. -Esa liebre siempre estuvo demasiado segura de
sí misma -dijo el búho al águila-. Desde ahora, tendrá que comprender
que no siempre es el más veloz quien gana la
carrera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario