Cuenta
la historia que en los albores de la humanidad el hombre, admirado de
su propia existencia y de los fenómenos naturales que le rodeaban por
doquier y para los cuales no encontraba explicación alguna,, concibió la
idea de que necesariamente tenían que existir seres superiores a él que
manejaban la intrincada trama de la Vida y de la naturaleza cuyos
secretos se le antojaban desde entonces como “misterios” insondables.
La
vivencia de sus diversas emociones: amor, temor, dolor, el despertar de
su pensamiento, el fenómeno del sueño, en el cual parecía vivir en otra
dimensión, el enigma de la muerte, la existencia de los demás seres
animados, la salida del sol y su ocaso, las fases de la luna. El sereno e
inmóvil brillar de las estrellas, el trueno y el rayo de las
tempestades, la furia de los huracanes, la fertilidad de la tierra,
todo, en fin, debió inspirar al hombre primitivo el convencimiento de su
pequeñez e ignorancia y la certeza de que existían esos seres
superiores que dirigían el curso de su vida y estaban presentes en cada
uno de los fenómenos de la Naturaleza.
De
ahí la mitología de todos los pueblos en su afán de explicar lo
inexplicable y el por qué a aquellos dioses primigenios se les fueron
atribuyendo poderes extraordinarios que el hombre mismo deseaba poseer y
características humanas que en cierta forma justificaban y hasta
ensalzaban sus propias flaquezas. Dioses y diosas variadísimos, para
todos los gustos y necesidades, cuyo culto conoció los sacrificios
humanos, la automutilación, las orgías sexuales, los aquelarres de magia
negra y en nuestros días los ritos satánicos, los suicidios colectivos y
los holocaustos étnicos que han estremecido de espanto, más de una vez,
a la humanidad.
Al
paso de los siglos estos dioses, creencias y costumbres han ido
perdiendo vigencia o al menos se los mira ya como lo que son ignorancia,
superstición, mitos, no han desaparecido del todo ya que la evolución
mental del hombre esta tanto o más lenta que su evolución física y se
precisan milenios para que una idea se transforme y ceda el paso a otra
más depurada, más elevada, más acorde con la dignidad y la libertad del
ser humano.
A
este respecto es mucho ‘sino todo ‘ lo que la humanidad le debe a los
místicos de las antiguas escuelas, a los grandes líderes del pensamiento
y a las diversas religiones del mundo que en medio de toda clase de
obstáculos e incomprensiones han ido disipando las tinieblas que
oscurecen el corazón y el espíritu del hombre y mostrándole
insospechados caminos de superación y ascenso. Gracias a todos ellos el
linaje humano tiene hoy una visión más certera y y trascendente sobre el
misterio de la vida y de la muerte y puede, incluso, encontrarle un
sentido a su sufrimiento y a sus frustrados anhelos de felicidad.
Poco
a poco, centuria tras centuria, con una lentitud que para muchos
resulta desesperante, el hombre ha ido realizando este ascenso hacia la
Verdad y ha ido llegando al conocimiento de sí mismo y de sus valores y
posibilidades así como también de su responsabilidad frente a los demás y
al mundo que habita. Sus errores y fracasos han ido ensenándole también
cuánto daño se hace a sí mismo y a los otros y a qué abismos puede
descender cuando trastorna el orden moral y la armonía cósmica que no
dependen ya de ningún dios particular sino del uso y abuso que él mismo
haga de su libertad.
En
nuestros días este largo itinerario espiritual ‘desde los dioses
primitivos hasta el Dios Único’ continúa su marcha ascendente y aunque a
primera vista esta afirmación pudiera parecer inexacta, la verdad es
que mucha gente, por diversos caminos que no pasan necesariamente por la
adhesión a determinados credos religiosos, anda buscando el sentido
espiritual de su existencia y dándose cuenta de que en su interior
existen insospechadas riquezas que superan con mucho a lo material,
incapaz, por maravilloso que sea, de colmar sus ansias más íntimas de
felicidad, de paz y de amor.
Es
un retorno a lo sagrado, a las raíces mismas del ser interior. Al Dios
de nuestro corazón, Espíritu y Vida que hoy, como ayer, sigue, en el
silencio de Su Presencia Universal, acompañando al hombre, en este su
inquietante peregrinar.
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