Como pasa con otros sentimientos, el orgullo no es malo ni bueno en sí. Los
seres humanos nos movemos dramáticamente entre la exaltación del yo y la
afirmación del nosotros. Tanto para los griegos como para los cristianos, el
orgullo excesivo (hybris) y la soberbia han sido las
faltas o pecados capitales. Los ángeles diabólicos cayeron del Cielo por su
soberbia, y Eva y Adán fueron expulsados del paraíso por querer convertirse
en dioses.
Altanería, fanfarronería… son formas de vanidad y de soberbia, sobre todo
cuando una o uno presumen de excelencias fingidas o de falsos méritos. Al
que ostenta excesivamente bienes propios y exhibe una falsa apariencia de lujo y
poderío, dándose una exagerada importancia, le hemos llamado con frecuencia
fanfarrón o “bambolla”. Por el contrario, la capacidad para distanciarse del
amor propio suele ser un requisito del buen humor.
El diccionario define “vanidad” como arrogancia, esto es, como
un exagerado deseo de ser admirado por méritos que pueden ser más fantásticos
que reales.
A todos nos gusta que los demás nos alaben y nadie es inmune al halago y a
los piropos. Los publicistas lo saben y cultivan la vanidad del espectador;
los seductores lo saben, y acarician el oído de sus presas con piropos
exagerados: “¡porque tú lo vales!” -repite un eslogan de productos cosméticos.
La cosmética es un instrumento de la vanidad, para parecer más guapo o
guapa, para simular una belleza que no se posee naturalmente. Los
anunciantes halagan incesantemente nuestra vanidad para colocarnos
productos que suelen ser caros, pero tan inútiles como venenosos.
Pero los excesos de modestia o de humildad pueden ser tan destructivos como
los del orgullo. Es indecoroso proclamar que uno está por
encima de los demás en belleza o méritos propios, pero es pésimo considerar que
uno no es digno de merecer el afecto de los demás ni de vivir y luchar por
su felicidad. La falta de autoestima puede hacer que consintamos el
maltrato de otros, no reconociendo nuestras aptitudes valiosas, o impidiéndonos
que las desarrollemos. La falta de autoestima, de amor propio, puede
hacer que caigamos en una tristeza patológica, morbosa o enfermiza,
que los psicólogos y psiquiatras llaman depresión. El amor propio es
tan necesario y legítimo, como perverso resulta si se convierte en egoísmo.
En las relaciones con los demás es tan negativo pecar de orgullo
como de humildad. Si lo primero, podemos caer en la falta de respeto al otro, e
incluso en la crueldad, disfrutando mientras le humillamos o le
maltratamos, usándole como si fuera una cosa. Si pecamos de humildes, sin
embargo, no sabemos decir “no” a cada, o nos prestamos a todo, por no quedarnos
solos, es fácil que el otro acabe abusando de nosotros o despreciándonos.
Para estar contentos con nosotros mismos también debemos conseguir el
reconocimiento de los demás, disfrutando de “buena fama”. La fama
es un bien tan perseguido que “los famosos” pasan automáticamente a pertenecer
al universo del “glamour”, sin que se sepa muy bien en qué consiste esa “gracia”
o “carisma” del glamour, y aunque sólo presuman de famosos por sus
sinvergonzonerías, por su exhibicionismo en las “revistas del corazón” (“prensa
rosa”), o por haber saltado a la cama de otro ”famoso”. La fama
no es más que la hermana prostituta de la gloria. Uno puede hacerse famoso
incluso por haber causado un gran mal (Bin Laden), pero uno alcanza la gloria
sólo si hace de verdad cosas buenas por la humanidad, si realiza hazañas o
actos valiosos.
La buena o la mala fama han tenido en España una importancia tan grande que
uno podía sacrificarse y morir, o asesinar y delinquir, por la honra y
el honor. En sociedades clasistas o racistas, el honor o la honra son
patrimonio de una minoría “benemérita”, de una etnia, o de una casta
(nobleza de sangre). En una sociedad materialista como la nuestra, el honor o la
honra pueden estar asociados a tener un buen coche, vivir en un barrio de “gente
bien”, salir con “gente guapa”, ir a la moda, etc.
Pero la modernidad ha ampliado el sentimiento de orgullo o dignidad a
toda la raza humana. Cualquier ser humano, por el hecho de serlo, es
digno porque -al contrario que un animal, una planta, un hongo o una
roca- puede abrigar sentimientos e ideales elevados, nobles o sublimes.
Merecemos derechos porque somos capaces de pensar, de amar y de asumir
obligaciones respecto de los demás, a los que también les reconocemos
derechos, el principal: vivir y luchar honradamente por la
felicidad. Los derechos cívicos -decía Kant- dependen de que ejerzamos un oficio
reconocido socialmente, de que podamos causar con nuestro trabajo un beneficio
social.
La honra y el honor dependen de los méritos propios, pero
exigen el reconocimiento de la comunidad: el honor lo otorga
la comunidad. Su símbolo es la medalla que el soldado recibe por su arrojo
en la defensa de su patria, o el talón que se otorga a un sabio por el
descubrimiento de un remedio contra el cáncer, o el objeto artístico que
recibe un escritor por la calidad de su novela, o el diploma que
concedemos al estudiante sobresaliente: “matrícula de honor”.
“Los honores son de la comunidad. Quien no hace bien ninguno a la comunidad no será honrado por ella, pues la comunidad da de suyo sólo lo que a su vez le beneficia”. Aristóteles
Cuando alguien cree que merece un honor y no lo obtiene puede sentirse
ofendido o humillado. También puede que el ejército arranque sus galones a
un oficial por su comportamiento deshonroso, o la Guardia Civil expulse
del cuerpo a un guardia corrupto, privándole así de la honra que compartía con
sus compañeros y jefes.
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