Preparando una cena especial, una mujer se detuvo
en una pequeña carnicería para comprar carne. Había decidido rellenar un pollo y
asarlo, como plato principal. Cuando le pidió al hombre de la carnicería que le
diese el pollo más grande que tuviese, este sacó del compartimiento refrigerado
el último pollo que tenía y lo colocó sobre la balanza.
-Este pesa un kilo ochocientos, señora -le
dijo.
La mujer pensó unos momentos y luego
dijo:
-No estoy segura que alcance. ¿No tiene uno más
grande?
El dependiente devolvió el pollo al compartimiento,
simuló que buscaba entre el hielo que se derretía y sacó el mismo pollo. Esta
vez, mientras lo pesaba en la balanza, aplicó disimuladamente un poco de presión
con sus dedos.
-Ah, -dijo, con una sonrisa-, este pesa dos kilos
setecientos.
La mujer frunció el ceño, y haciendo algunos cálculos
mentales, dijo sonriente:
– No estoy muy segura. Mejor, ¡envuélvame los
dos!
La verdad es un lazo, no una cinta
elástica
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