Al
hablar de amabilidad, sin duda hemos de referirnos también al amor,
pero he preferido tipificar a la amabilidad como «valor» por su carácter
más concreto de actitud, de rasgo firme y definido de la persona que
ama. El amor es una palabra demasiado grande, universal y genérica,
pero, sobre todo, es una abstracción. No existe una cosa concreta
llamada amor, sólo existe el acto de amar expresado en deseos de dar,
respetar, valorar, considerar a los demás, aceptarles, procurar su
felicidad, alegrarse con sus éxitos... En definitiva, llevar a la
práctica una disposición afectuosa, complaciente y afable que no tardará
en convertirse en firme actitud, que nos predisponga a pensar, sentir y
comportamos con amabilidad. Cuando lo previsible, lo normal en una
persona sea comportarse de forma afable y afectuosa, es porque la
amabilidad ha adquirido la categoría de «valor».
La
amabilidad es la manera más sencilla, delicada y tierna de hacer
realidad un amor maduro y universal, libre de exclusivismos. Ese amor
que dice «te necesito porque te amo» y no te amo porque te necesito». Es
entonces
cuando la amabilidad se convierte en una constante porque el
comportarse de manera complaciente y afectuosa con los demás, sentir su
felicidad, es lo mismo que sentir la propia dicha y alegría compartida.
Ser amable llega a ser algo así como una «necesidad biológica del
espíritu».
La
amabilidad es siempre un claro exponente de madurez y de grandeza de
espíritu, dado su carácter universal, integrador y de cálido
acercamiento a los demás seres de la creación, con los que se siente
hermanada toda persona amable.
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