El
valor de la sensibilidad reside en la capacidad que tenemos los seres
humanos para percibir y comprender el estado de ánimo, el modo de ser y
de actuar de las personas, así como la naturaleza de las circunstancias y
los ambientes, para actuar correctamente en beneficio de los demás.
Además, debemos distinguir sensibilidad de sensiblería, esta última
siempre es sinónimo de superficialidad, cursilería o debilidad.
Sin
embargo, en diferentes momentos de nuestra vida cotidiana hemos buscado
afecto, comprensión y cuidados, y a veces no encontramos a esa persona
que responda a nuestras necesidades e intereses. ¿Qué podríamos hacer si
viviéramos aislados? La sensibilidad nos permite descubrir en los demás
a ese “otro yo” que piensa, siente y requiere de nuestra ayuda.
Ser
sensible implica permanecer en estado de alerta de todo lo que ocurre a
nuestro alrededor, va más allá de un estado de ánimo como reír o
llorar, sintiendo pena o alegría por todo.
¿Acaso
ser sensible es signo de debilidad? No es blando el padre de familia
que se preocupa por la educación y formación que reciben sus hijos; el
empresario que vela por el bienestar y seguridad de sus empleados; quien
escucha, conforta y alienta a un amigo en los buenos y malos momentos.
La sensibilidad es interés, preocupación, colaboración y entrega
generosa hacia los demás.
No
obstante, las personas prefieren aparentar ser duras o insensibles,
para no comprometerse e involucrarse en problemas que suponen ajenos a
su responsabilidad y competencia. De esta manera, las aflicciones ajenas
resultan incómodas y los padecimientos de los demás molestos, pensando
que cada quien tiene ya suficiente con sus propios problemas como para
preocuparse de los ajenos.
La indiferencia es el peor enemigo de la sensibilidad.
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