JELENA SIKIRICH
El verdadero amor y la verdadera amistad no se exigen, no se planifican, no se piden, no se compran ni se venden.
En
realidad, vienen por sí solos. Lejos de ser un simple enamoramiento o
una adquisición más para nuestra colección de objetos de valor,
despiertan y se reconocen como estados superiores del alma. El verdadero
amor baja del Cielo.
Igual
que todos los grandes sueños, el amor no llega a ser realidad de golpe,
sino que es el resultado de largas luchas, pruebas, sufrimientos,
intentos repetidos de superación de los impulsos egoístas y posesivos.
Solo lo puede encontrar aquel que no deja de soñar con ello como un
principio superior de la vida y como una necesidad vital del alma.
Entonces se siente como una bendición del Destino.
Cualquier
intento de invocar el verdadero amor artificialmente, imponerlo,
exigirlo, planificar los acontecimientos, poseerlo, acaban con un
fracaso tarde o temprano. Esa rara ave de la felicidad, tan fina y
frágil, presiente la amenaza y, evitando hacerse cautiva de cualquier
tipo de intenciones egoístas, escapa de la jaula dorada especialmente
preparada por nosotros, tal vez para no volver nunca más.
El
verdadero amor es propio de los hombres y mujeres fieles que prefieren
permanecer en soledad que traicionar sus nobles sueños y sus elevados
criterios. Es para aquellos que no se venden. No entran en relaciones
simplemente para propiciar el bienestar material y por el simple placer
sexual. No se unen con cualquiera solo por no perder la oportunidad de
formar una familia o para no quedarse solos hasta el fin de su vida. No
se conforman con compañías de juerga, totalmente ajenas a los ideales de
amistad y nobleza humana. En todos estos casos el hombre se asemeja a
un actor o director de cine de talento que se ha estancado haciendo
publicidad de productos al no haber podido esperar a que llegase su
momento. El dinero cobrado, por mucho que sea, no es nada más que una
compensación mínima, y por cierto, nada consoladora, por haber arruinado
su talento.
Los
intentos de valorar las relaciones desde el punto de vista del análisis
minucioso y detallado de lo que nos separa son un pasatiempo vano, una
pérdida de nervios y energías. Si pretendemos mejorar o salvaguardar
nuestras relaciones, tenemos que proponer una pregunta fundamental:
“¿Qué es lo que nos une?”. Nuestras relaciones con otras personas van a
durar tanto tiempo cuanto dure lo que nos une. Si lo que nos mantiene
unidos es una casa, un chalet, el dinero, el atractivo exterior, la
libido sexual o cualquier otra cosa “a corto plazo”, es seguro que los
primeros problemas que surjan en esta esfera van a constituir una
amenaza a nuestras relaciones. Los vínculos que unen a los hombres que
ya no tienen nada en común recuerdan a algunos pueblos situados dentro
de las vías turísticas, donde tras las fachadas bien pintadas la vida
aparenta ser normal, pero en realidad detrás puede haber un montón de
problemas acumulados.
El verdadero amor y la verdadera amistad no se exigen, no se planifican, no se piden, no se compran ni se venden.
En
realidad, vienen por sí solos. Lejos de ser un simple enamoramiento o
una adquisición más para nuestra colección de objetos de valor,
despiertan y se reconocen como estados superiores del alma. El verdadero
amor baja del Cielo.
Igual
que todos los grandes sueños, el amor no llega a ser realidad de golpe,
sino que es el resultado de largas luchas, pruebas, sufrimientos,
intentos repetidos de superación de los impulsos egoístas y posesivos.
Solo lo puede encontrar aquel que no deja de soñar con ello como un
principio superior de la vida y como una necesidad vital del alma.
Entonces se siente como una bendición del Destino.
Cualquier
intento de invocar el verdadero amor artificialmente, imponerlo,
exigirlo, planificar los acontecimientos, poseerlo, acaban con un
fracaso tarde o temprano. Esa rara ave de la felicidad, tan fina y
frágil, presiente la amenaza y, evitando hacerse cautiva de cualquier
tipo de intenciones egoístas, escapa de la jaula dorada especialmente
preparada por nosotros, tal vez para no volver nunca más.
El
verdadero amor es propio de los hombres y mujeres fieles que prefieren
permanecer en soledad que traicionar sus nobles sueños y sus elevados
criterios. Es para aquellos que no se venden. No entran en relaciones
simplemente para propiciar el bienestar material y por el simple placer
sexual. No se unen con cualquiera solo por no perder la oportunidad de
formar una familia o para no quedarse solos hasta el fin de su vida. No
se conforman con compañías de juerga, totalmente ajenas a los ideales de
amistad y nobleza humana. En todos estos casos el hombre se asemeja a
un actor o director de cine de talento que se ha estancado haciendo
publicidad de productos al no haber podido esperar a que llegase su
momento. El dinero cobrado, por mucho que sea, no es nada más que una
compensación mínima, y por cierto, nada consoladora, por haber arruinado
su talento.
Los
intentos de valorar las relaciones desde el punto de vista del análisis
minucioso y detallado de lo que nos separa son un pasatiempo vano, una
pérdida de nervios y energías. Si pretendemos mejorar o salvaguardar
nuestras relaciones, tenemos que proponer una pregunta fundamental:
“¿Qué es lo que nos une?”. Nuestras relaciones con otras personas van a
durar tanto tiempo cuanto dure lo que nos une. Si lo que nos mantiene
unidos es una casa, un chalet, el dinero, el atractivo exterior, la
libido sexual o cualquier otra cosa “a corto plazo”, es seguro que los
primeros problemas que surjan en esta esfera van a constituir una
amenaza a nuestras relaciones. Los vínculos que unen a los hombres que
ya no tienen nada en común recuerdan a algunos pueblos situados dentro
de las vías turísticas, donde tras las fachadas bien pintadas la vida
aparenta ser normal, pero en realidad detrás puede haber un montón de
problemas acumulados.
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