JELENA SIKIRICH
La
soledad aparece cuando faltan contactos con el mundo circundante o con
otras personas con las cuales se siente cierta afinidad, o cuando por
alguna razón estos contactos resultan problemáticos.
El
problema clave de la soledad siempre toca el delicado tema de las
relaciones humanas. Al echar una ojeada en el alma de un solitario
podríamos encontrar historias conmovedoras de relaciones que no tuvieron
lugar, decepciones y miedo a ser herido en sus sentimientos y
desilusionado en sus esperanzas.
Algunos
se sienten solos por no tener en la vida a un compañero o compañera
realmente querido con quien poder compartir las penas y alegrías. Otros
quieren simplemente ser amados, ocupar un lugar principal en la vida de
alguien. Y otros no son capaces de encontrar a alguien capaz de
compartir sus pensamientos, sentimientos, sueños recónditos y
aspiraciones. Este es un problema frecuente, y es propio de mucha gente
que, teniendo un montón de conocidos, no pueden contar con un solo amigo
fiel. Otros se sienten solos por haber sido tantas veces abandonados y
engañados que ya no creen en nadie ni en nada, aun cuando la gente trate
de acercárseles con intenciones plenamente sinceras.
El
miedo a la soledad es natural y muy comprensible, pero a menudo se
convierte en una fuente de decisiones erróneas, estados psicológicos
verdaderamente tortuosos y desaciertos motivados por razones muy
diversas y discutibles.
Si
observamos cómo se manifiesta el miedo a la soledad, constataremos que
está siempre ligado a una necesidad básica del ser humano: sus
relaciones con otras personas. Si tengo relaciones no me siento solo, y
si no llego a tenerlas me siento frustrado. Si seguimos la lógica de
esta idea, correcta en su base pero superficial en su esencia, y no
tratamos de ir al fondo del problema –lo que sucede en la mayoría de los
casos– resulta que nuestro bienestar y tranquilidad así como nuestra
percepción de la felicidad no dependen propiamente de nosotros mismos,
sino de otras personas. Dependemos en mayor o menor grado de la reacción
del otro, de su disposición hacia nosotros, de sus signos de atención,
de su apoyo, comprensión y ayuda. La presencia de todo esto nos hace
felices, nos ayuda a vivir y a sentirnos personas válidas y realizadas
en la vida.
Por
el contrario, cuando faltan las manifestaciones externas de este tipo,
perdemos el equilibrio y la seguridad en nosotros mismos, caemos en
depresión, nos sentimos débiles, heridos, incapacitados, y a veces
nuestra propia vida parece perder todo su sentido. Como en este caso
nuestra felicidad depende menos de nosotros mismos y mucho más de las
circunstancias externas y de cómo nos van a tratar los otros, el miedo a
la soledad adquiere una forma muy particular.
Obviamente
todos esos motivos son verdaderamente conmovedores porque tocan algunos
rincones íntimos, muy frágiles y a veces dolorosos del alma, y por ello
merecen atención y respeto. Pero…
CONTINUARÁ
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