martes, 2 de septiembre de 2014

Soledad: la parte visible del iceberg (2)

JELENA SIKIRICH
La soledad aparece cuando faltan contactos con el mundo circundante o con otras personas con las cuales se siente cierta afinidad, o cuando por alguna razón estos contactos resultan problemáticos.
El problema clave de la soledad siempre toca el delicado tema de las relaciones humanas. Al echar una ojeada en el alma de un solitario podríamos encontrar historias conmovedoras de relaciones que no tuvieron lugar, decepciones y miedo a ser herido en sus sentimientos y desilusionado en sus esperanzas.
Algunos se sienten solos por no tener en la vida a un compañero o compañera realmente querido con quien poder compartir las penas y alegrías. Otros quieren simplemente ser amados, ocupar un lugar principal en la vida de alguien. Y otros no son capaces de encontrar a alguien capaz de compartir sus pensamientos, sentimientos, sueños recónditos y aspiraciones. Este es un problema frecuente, y es propio de mucha gente que, teniendo un montón de conocidos, no pueden contar con un solo amigo fiel. Otros se sienten solos por haber sido tantas veces abandonados y engañados que ya no creen en nadie ni en nada, aun cuando la gente trate de acercárseles con intenciones plenamente sinceras.
El miedo a la soledad es natural y muy comprensible, pero a menudo se convierte en una fuente de decisiones erróneas, estados psicológicos verdaderamente tortuosos y desaciertos motivados por razones muy diversas y discutibles.
Si observamos cómo se manifiesta el miedo a la soledad, constataremos que está siempre ligado a una necesidad básica del ser humano: sus relaciones con otras personas. Si tengo relaciones no me siento solo, y si no llego a tenerlas me siento frustrado. Si seguimos la lógica de esta idea, correcta en su base pero superficial en su esencia, y no tratamos de ir al fondo del problema –lo que sucede en la mayoría de los casos– resulta que nuestro bienestar y tranquilidad así como nuestra percepción de la felicidad no dependen propiamente de nosotros mismos, sino de otras personas. Dependemos en mayor o menor grado de la reacción del otro, de su disposición hacia nosotros, de sus signos de atención, de su apoyo, comprensión y ayuda. La presencia de todo esto nos hace felices, nos ayuda a vivir y a sentirnos personas válidas y realizadas en la vida.
Por el contrario, cuando faltan las manifestaciones externas de este tipo, perdemos el equilibrio y la seguridad en nosotros mismos, caemos en depresión, nos sentimos débiles, heridos, incapacitados, y a veces nuestra propia vida parece perder todo su sentido. Como en este caso nuestra felicidad depende menos de nosotros mismos y mucho más de las circunstancias externas y de cómo nos van a tratar los otros, el miedo a la soledad adquiere una forma muy particular.
Obviamente todos esos motivos son verdaderamente conmovedores porque tocan algunos rincones íntimos, muy frágiles y a veces dolorosos del alma, y por ello merecen atención y respeto. Pero…
CONTINUARÁ

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