Porque hay que ver
cómo muchos ancianos
se comen las horas largas y
extendidas, en las esquinas, en los parques, en las aceras y corredores, o en
sus propias casas, con los ojos muertos,
con los pies cansados y un trozo de corazón, todavía, con frescura y vida,
capaz de sufrir o de gozar.
Son nuestros viejos,
nuestros queridos viejos. Los que, un poco antes que nosotros, también fueron
héroes y creadores. Y pusieron piedras, en el edificio que a todos nos ampara,
y que llamamos sociedad, pueblo y nacion.
Y es necesario meditar
sobre esas personas, que un poco antes que nosotros, maduraron y soñaron lo
mejor para los que estábamos llegando. Y nos quitaron el hambre, nos cubrieron
cuando teníamos frío, y nos dieron calor y afecto, nos dieron amor.
Son nuestros queridos
viejos, hoy ya en el declive, y muchos con el sentimiento de sentirse estorbos y con
hambre, pero hambre de afecto, porque les hablamos poco, les besamos poco, les
contamos poco y les escuchamos poco y hasta a veces…nos cansan mucho sus
historias.
El hambre de pan es fácil
de remediar, pero el hambre de amor, de afecto,
aunque podamos remediarlo, muchas veces no lo hacemos.
¿Y cómo remediar el
hambre de afecto? Pues escuchar mucho más a los ancianos, hablarles mucho más,
apretarles las manos y besarlos mucho más.
Dejarlos
q ue nos cuenten historias viejas, como ellos, y que nos cuenten los
chismes del barrio y las aventuras y éxitos del hijo o del nieto, porque eso
los hace felices.
Con esos gestos, no sólo
saciamos su hambre de atención, de amor y de cariño, sino que hasta les hacemos más llevaderas las enfermedades, contribuimos
a elevarles la autoestima, y a que se
sientan felizmente comprendidos y amados.
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