La idea de la felicidad se ha convertido en una ciencia y también en
un boyante negocio. Gobiernos, economistas, psicólogos y médicos se
han embarcado en los últimos años en una carrera por localizar, medir
y definir el bienestar emocional y social. Una información valiosa
para diseñar políticas públicas, prever el comportamiento humano,
intentar revertir la epidemia de depresiones, aumentar la
productividad de las empresas y vender todo tipo de productos a unos
consumidores cada vez más monitorizados gracias a los avances
tecnológicos. Domingo 02 de Julio de 2017
EL HOMBRE más feliz del mundo es un monje budista francés. Se llama
Matthieu Ricard, tiene 71 años y batió hace una década todos los
récords en un estudio de la Universidad de Wisconsin sobre el cerebro.
Su cabeza fue conectada a 256 sensores y sometida a resonancias
magnéticas mientras meditaba. Mostró una actividad inusual en el lado
izquierdo, donde se concentran las sensaciones placenteras, hasta un
nivel nunca visto hasta entonces por los neurocientíficos. Este feliz
diagnóstico ha convertido a Ricard, doctor en biología molecular que
lo dejó todo en los años setenta para abrazar el budismo tibetano, en
objeto de fascinación de los poderosos. Desde 2008 pasea su hábito
rojo y naranja por los pasillos de Davos (Suiza), donde se codea con
la élite política y financiera. La primera vez que el Foro Económico
Mundial le invitó a su cita anual coincidió con el estallido de la
crisis financiera que sacó a la luz, con crudeza, los excesos del
sistema.Ricard es hijo del periodista y pensador liberal Jean-François
Revel (con el que publicó en los noventa el libro El monje y el
filósofo). Asesor personal del Dalái Lama, alerta en conferencias,
charlas por Internet y libros sobre los peligros de la búsqueda del
“beneficio egoísta”, defiende el altruismo y da consejos para
construir una sociedad más feliz. Ideas como las que predica Ricard no
son nuevas, pero han irrumpido con fuerza durante los últimos años en
el mundo de la economía —más acostumbrada a debatir sobre el PIB y la
Bolsa—, en parte como respuesta inevitable a la crisis de valores que
desencadenó la Gran Recesión. Hay un interés creciente por parte de
los economistas, las empresas, los psicólogos y los Gobiernos por
localizar y medir el bienestar emocional y definir qué nos hace sentir
bien, tanto individual como colectivamente. Esta información puede
resultar muy valiosa para mejorar la vida de la gente y reducir la
plaga de la depresión (ya afecta a más de 300 millones de personas, un
18% más que hace una década, según la Organización Mundial de la
Salud). “Los indicadores económicos de bienestar son complementos
importantes del PIB y ayudan a diseñar políticas públicas y evaluar
sus resultados”, explica Carol Graham, investigadora de la Brookings
Institution. Pero la felicidad puede ser menos altruista de lo que
parece: también es la base de un boyante negocio. Retiros, cursos
online de meditación, libros de autoayuda, aplicaciones móviles…
forman parte de una industria al alza. Cuando el dibujo smiley, esa
popular carita amarilla con una sonrisa y dos ojos que simboliza la
felicidad, fue creado en 1963 para fomentar la amistad entre los
empleados de dos aseguradoras que acababan de fusionarse, la felicidad
era percibida como un concepto abstracto, objeto de debate filosófico
desde la Antigüedad. “Todo el mundo aspira a la vida dichosa, pero
nadie sabe en qué consiste”, sentenció Séneca. En el siglo XXI, todos
parecen empeñados en llevarle la contraria y descubrir qué es de
verdad la felicidad.Hace cinco años la ONU declaró el 20 de marzo Día
Internacional de la Felicidad y, desde entonces, publica un ranking
mundial de bienestar de 156 países. La OCDE, que agrupa a los 35
países más industrializados, también elabora un índice para una vida
mejor. Para hacer sus cálculos, los organismos tienen en cuenta
elementos como el funcionamiento del sistema político, la corrupción,
la educación, la conciliación, la seguridad personal y la salud, entre
otros. Si uno vive en un país menos corrupto, cree que sus impuestos
son mejor utilizados y se siente más satisfecho. Noruega es el país
que sale mejor parado en ambos índices. Dinamarca le sigue de cerca.
España ocupa el puesto 35º en la clasificación de la ONU, por delante
de Italia, Portugal y Grecia. En la cola, la República
Centroafricana.Además, países como Bután, Reino Unido, China y Brasil
han empezado a incorporar medidas de bienestar en sus índices de
progreso, como poder pagarse unas vacaciones o haber comido lo que se
quisiera durante las últimas dos semanas. Emiratos Árabes Unidos creó
un Ministerio de la Felicidad hace un año, justo cuando la caída de
los precios del petróleo obligaba a recortar subsidios. ¿La felicidad
nacional sirve para suavizar el efecto de los recortes? En 2013,
Nicolás Maduro tuvo la ocurrencia de crear la figura de un
viceministro de la Suprema Felicidad del Pueblo. Malene Rydahl,
autora de Feliz como un danés, advierte de que “hay una obsesión por
buscar la felicidad” y de que, en muchas ocasiones, “las emociones
negativas son arrinconadas”. Thomas Canet La investigadora
Carol Graham está volcada en el estudio de qué hace felices a las
personas y cómo medirlo. “Los Gobiernos por sí solos no deberían
entrar en la promoción de la felicidad o crear índices que la midan
por el elevado riesgo de manipulación”, opina la experta, que sí
considera muy útiles los análisis de organismos como la ONU. “Los
modelos para medir la economía, como el PIB, no explican gran parte
del comportamiento humano, incluidas sus elecciones económicas”.
Sentirse o no satisfecho con un salario, un trabajo o un matrimonio
suele generar diferentes tipos de inversor, empleado o votante. Por
ejemplo, según los hallazgos de Graham, la gente con una percepción
negativa de sus logros y con miedo a quedarse sin empleo suele tener
en el futuro ingresos más bajos. El optimismo puede ser rentable. ¿El
dinero da la felicidad? “No es clave, pero es difícil experimentar el
bienestar sin tener medios suficientes”, explica. “A partir de un
cierto nivel, tener más dinero no mejora la calidad del tiempo que
pasamos con los amigos, pero sí hace que podamos elegir con mayor
facilidad qué vida queremos llevar”. El nivel de felicidad toca fondo
entre los 40 y los 60 años, una etapa en la que hay más cargas
familiares y las aspiraciones vitales se adaptan a la realidad ¿Cuándo
se es más feliz? Cuando cumplimos 20 años, el nivel de felicidad
empieza a reducirse poco a poco y toca fondo entre los 40 y los 60
años, según ha publicado Graham en Journal of Population Economics
junto a la española Julia Ruiz, de la Universidad de Oxford. En los
países más afortunados, como Dinamarca, Australia y Reino Unido, el
nivel de felicidad vuelve a recuperarse sobre los 44 años.
En España hay que esperar hasta los 52. Después, esa felicidad va
subiendo hasta el final de la vida, pero se tienen que cumplir dos
condiciones: calidad de vida y compañía de amigos y familiares. En
otros países menos afortunados, la percepción de bienestar no aumenta
con la vejez. En Rusia, por ejemplo, no deja de caer hasta los 81
años, momento en el cual se estabiliza sin llegar a recuperarse nunca.
Fuente: EL PAIS SEMANAL
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