Lic. Ileana de la C. López Terrero
…en esperanza fuimos salvos;
pero la esperanza que se ve, no
es esperanza; porque lo que alguno
ve, a qué esperarlo?
Romanos 8.24
En
su caballo más veloz salió a encontrarse con los otros tres reyes
magos. Iban hacia Jerusalén guiados por el resplandor de la estrella del
Oriente en busca del nuevo rey, Jesús, para abordarle. Pero Artabán,
rey de los partos, tropezó en la larga noche del desierto con un hombre
que yacía sobre la soledad de las arenas. El hombre sangraba
profundamente. Había sido golpeado, robado y dado por muerto por los
bandidos. Le dio de beber, limpió como pudo, las heridas y lo montó en
su caballo hasta encontrar donde le dieron hospitalidad. Se quedó con
el hombre todo aquel día cuidándole. Mandó a buscar un médico, él sabía
que en aquellas manos lo podía dejar.
Ya
estaba atrasado. Pagó al médico y a los que lo cuidaban con la Gran
Perla, para asegurarse que el hombre sería bien atendido. Todavía –
pensó – tengo el Maravilloso Rubí y el Gran Zafiro para ofrecerle al
Mesías.
El
viento removía las dunas, más Artabán llegó al punto acordado para
reunirse con los otros tres. Ellos ya habían partido…Y he aquí la
estrella que había visto en el oriente iba delante de él. Entonces,
Artabán decidió tratar de alcanzarlos.
Entró
en Jerusalén. Supo de Melchor, Gaspar y Baltasar. Supo de su
conversación con el rey Herodes. Supo de la profecía. Y él también salió
rumbo a Belén de Judea, la ciudad de David. No los encontró. Pues
avisados por revelación en sueños, regresaron a su tierra por otro
camino. Tampoco encontró a José, ni a María y él niño, se había ido
huyendo a Egipto porque Herodes buscaba al niño para matarlo. Pero
Artabán fue el testigo del enojo despiadado de este rey con los
pequeños que se quedaron en Belén y en todos sus alrededores. Una
madre quedó petrificada con el crujir de los pasos sobre la hierba. La
cuadrilla de soldados tocó a su puerta…El rey Artabán sacó el
Maravilloso Rubí y se enfrentó al capitán de la guardia: “’Este rubí, es
para un capitán muy sabio, que sabe que aquí no hay ningún niño recién
nacido”” dijo Artabán, El Capitán tomó el rubí, llamó a sus soldados y
dejó a la familia en paz.
El
no miró atrás, continuó su búsqueda por el desierto mientras la piel
manchada por el sol iba permitiendo el paso del frío hasta los huesos.
Fueron treinta y tres años y Artabán busca ahora a Jesús en los
hospitales y en las cárceles. Los lugares donde le han dicho que Jesús
seguro se encuentra haciendo el bien, curando a los enfermos y salvando a
los pecadores. En su peregrinar, el rey de noble corazón termina
dedicando su vida a ayudar al prójimo socorriendo a lo enfermos, dando
de comer al hambriento, dando en fin, de sí mismo todo lo que tenía con
la esperanza de un día conocer a Jesús.
Así
prohibiéndose el odio, entre espejismos y herejías de reyes y pastores,
la noticia tiene un comienzo: el arresto y luego la crucifixión de
Jesús. Aún le queda una joya guardada tibiamente entre las hendiduras
de la carne. El Gran Zafiro. Con él se podía comprar la libertad de un
hombre. Inmediatamente se dirige a Jerusalén. Lega a las puertas de la
ciudad y alguien llora con quejidos tenues de desamparo. Es apenas una
niña que está siendo arrastrada por unos soldados para venderla como
esclava, en pago a las deudas de su padre que ha muerto dejando muchos
acreedores sin satisfacer. El rey Artaban mira aquella escena y algo
agoniza en su garganta y toma lo último que le quedaba: el Gran Zafiro, y
lo entrega a las autoridades a cambio de la libertad de la niña.
Se
lamenta, pues nada tiene ya que ofrecer a su dios, como se había
propuesto al principio de su jornada, ya no puede siquiera regresar a su
tierra pues se burlarían de él. No. Solo no había encontrado al Mesías,
sino que estaba arruinado. Basta un instante de miedo. Basta un
instante en que el sol, sea algo menos que un rayo luminoso y la
tormenta se desate. La tierra empieza a temblar. Y tiembla tanto que
muros y casas comienzan a caer. El viento describe círculos sonoros que
arrastran piedras y maderos y golpean al desgraciado rey Artaban, en la
cabeza. Se está muriendo. Acuden a su lado algunos que estaban por allí.
Uno de los hombres lo carga y lo lleva a un lugar apartado, tranquilo
Un lugar de delicado pasto, propicio para descansar, junto a aguas de
reposo. Artaban solloza. Se muere en vano. Ha buscado a Jesús toda su
vida y no lo pude ayudar aun en su hora más importante. Ha desperdiciado
su vida y su fortuna sin alcanzar su meta. El hombre que lo escucha,
conforta su alma: “No ha sido en vano lo que has hecho. Te equivocas.
Diste de comer al hambriento, vestiste al desnudo y le diste agua al
sediento. En verdad te digo que todo lo que has hecho por ellos, mis
pequeños, lo has hecho por mí.””
La cabeza de Artabán está ungida en aceites. Su copa rebosa.
Diciembre 2014
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