Puesto que de una actitud vital se trata, no es fácil tematizar la indiferencia. El vocablo latino indifferentia es
usado en los autores clásicos en acepciones diversas. Entre ellas, la
que aquí nos interesa es la que Cicerón remite al griego ádiaforou, indiferente, semejante. Prescindiendo de la alfa privativa, la indagación etimológica nos lleva a los verbos diaforeo y foreo, llevarse y llevar de un lado a otro, los cuales nos remiten de nuevo a la raíz latina de indefferens, que, sin el in privativo, procede de los verbos differo y fero, «llevar de aquí para allá».
En definitiva, en sentido activo, differens viene de differo, el que lleva, el que se atreve a diferir; el prefijo privativo in nos da su sentido pasivo, y así indifferens sería
el que es llevado de aquí para allá, arrastrado por su indiferencia a
no diferir o a no apreciar la diferencia y la distinción. Esta es la
razón por la que, tanto en griego como en latín, la cualidad de la
diferencia va asociada a la de distinción, el provecho y la importancia,
de tal manera que StátIopou, la /diferencia, es así mismo lo que
importa y tiene interés; claro que también es la discordia, el cambio de
fortuna, e incluso la catástrofe. Por contra, la indiferencia se asocia
a lo común y sin importancia, que se sobrelleva «sin especial
sentimiento ni gozo» (Suetonio), pero también a la semejanza, la
conveniencia y la conformidad.
Esta
aproximación etimológica pone el acento, más que en la cualidad
abstracta, en el sujeto u objeto al que se refiere. La indiferencia es
la cualidad del indiferente. Y entre las distintas acepciones nos
interesan aquellas que expresan falta de interés, de cariño o afecto en
la persona a la que se refiere. De esta manera, la indiferencia aparece,
ante todo, como un modo de actitud o situación psíquica en la que la
ausencia total de preferencia parece haber acabado, no sólo con la
voluntad de elección, sino con la voluntad misma
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