Hay una parte en la teoría
de la Evolución que no está bien contada. El ser humano se irguió por vez
primera para abrazarse. Los brazos son muy pensativos y el abrazo es un
movimiento de inteligencia subversiva. Nada sienta mejor que un abrazo, incluso
a los boxeadores sobre el ring. Es un placer abrazar a otra persona, a un árbol
o a un caballo. Uno de los momentos más extraordinarios de la Filosofía fue
aquel día, 3 de enero de 1889, en Turín, en que Friedrich Nietzsche se abrazó al
cuello de un caballo que estaba siendo flagelado por un cochero superhombre. Así
habló Zaratustra por última vez. “¡He sido un tonto, mamá!”. Nietzsche lloraba y
seguro que el caballo también. A partir de ese abrazo, Béla Tarr rodó una
maravillosa película pensativa: El
caballo de Turín. El nombre de la mejor bitácora animalista en España, El caballo de Nietzsche, recuerda
también esa historia. Muchos animales tienen la inteligencia del abrazo y
conciencia del maltrato. Hace unos años, una perra vagabunda parió en unas
ruinas cerca de nuestra casa. Con la mirada herida, no dejaba aproximarse a
ningún hombre. Era menos agresiva con las mujeres. El destino normal de las
camadas sin techo era un saco con piedras en el fondo del río. La perra, a la
que ellas llamaron Nai, solo
permitió acercarse a las niñas. Unos días más tarde, una extraña comitiva
recorrió el lugar: las niñas paseaban la camada en coches de bebé. Nai detrás, vigilante, con la cola
en vilo. Las crías se salvaron. La vagabunda desapareció. Ahora la novedad es un
lobo, que se deja ver a la luz del día. Una vecina me cuenta que es cojo,
delgado y de mirar altanero: “¡Un sinvergüenza!”. Con alguien andará abrazándose
el artista.
Fuente: Manuel Rivas.
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