En los años que llevo acompañando a la gente en su desarrollo personal,
observo que hay ciertas preguntas que nos planteamos prácticamente todos en
algún momento de nuestra vida y que prevalecen desde la Antigüedad. Tendemos a
darle vueltas a cuestiones del tipo ¿quién soy yo realmente? o ¿cómo puedo
llegar a ser yo mismo? Hay una tendencia a martirizarse, a funcionar bajo unas
creencias que nos bloquean y estresan ante el cambio y la incertidumbre. Las
personas se orientan a menudo por lo que creen que deberían ser y no por lo que
son en realidad. Se vive demasiado condicionado por los juicios de la gente y se
trata de pensar, sentir y comportarse de la manera en que los demás creen que
debe hacerlo. Es como si quisiéramos ser quienes no somos.
Occidente ha creado una sociedad
competitiva en la que aspiramos al éxito y la excelencia, y no se lleva bien el
fracaso. Desde la infancia aprendemos juegos de competición y somos considerados
por otros como hábiles o torpes, buenos o malos. En el colegio nos juzgan los
profesores y compañeros de clase. Sentimos la presión de tener que ser el número
uno en nuestra promoción, en el deporte, en definitiva, en nuestro ámbito. En
vez de disfrutar de cada etapa, nos centramos en procurar ganar para alcanzar el
primer puesto en todo, y esto va configurando la identidad de cada
uno.
Para afrontar la vida hay que
abandonar las barreras defensivas
El papel de los padres también es
básico: frases como “esto es bueno”, “no seas malo” o “esto no se hace” son
típicas en el vocabulario de los progenitores. Pero el abuso de este tipo de
indicaciones puede menguar el carácter del niño. Crecemos dando importancia a la
opinión de los demás y a su mirada, ya que determinan nuestro valor en la
comunidad. Una vez adentrados en el mundo universitario y laboral, la cantidad
de maneras en las que podemos fracasar sube en escalada. Cada encuentro con
alguien puede recordarnos algo en lo que somos inadecuados. Desde el estilo de
ropa hasta el corte de pelo. Alguien le dirá que se relaje y disfrute más, otro
le reclamará que no trabaja suficiente y que está desperdiciando su talento;
alguno le recomendará que se centre en la lectura o que hinque más los codos.
Por otro lado, la imagen que proyectan los medios de comunicación también puede
generar frustraciones personales. ¿Tiene la presión normal, ha viajado
suficiente, cuida a su familia, está al día de política, su peso es el adecuado,
hace suficiente deporte, ha visto la última película más taquillera? Este tipo
de cuestiones hace sentir que cualquiera no está a la altura de las
circunstancias.
El filósofo existencialista Sören
Kierkegaard (1813-1855) señalaba que la forma más profunda de desesperación es
la de aquel que ha decidido ser alguien diferente. El psicoterapeuta
estadounidense Carl R. Rogers decía al respecto: “En el extremo opuesto a la
desesperación se encuentra desear ser el sí mismo que uno realmente es; en esta
elección radica la responsabilidad más profunda del ser humano”.
Cuando el individuo decide mostrar
su verdadera personalidad debe tomar consciencia de qué visión tiene de su
persona. Cuando logramos tener esa imagen realista no nos ahogamos con objetivos
inalcanzables ni nos infravaloramos con propósitos que nos empequeñecen. Para
ello debemos plantearnos metas adecuadas a nuestro carácter. Un ejemplo: el que
quiere adelgazar pero no se ve más delgado. Por mucho esfuerzo que haga, no será
duradero y volverá a ganar peso, porque sigue sin verse más flaco. Si quiere
perder peso de verdad tendrá que cambiar la imagen que tiene de sí mismo y
modificar ciertos hábitos mentales y de conducta.
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