jueves, 28 de julio de 2016

Otra fábula sobre el amor


Si nos pusiéramos a contar las canciones, los poemas, las novelas, las películas, las pinturas y todas las demás formas de expresión que se han referido al amor de pareja, no terminaríamos nunca. Se trata de un tema que parece inacabable, porque siempre aparece una nueva forma de entenderlo, de decirlo. Desde las cándidas manifestaciones del romanticismo, hasta las controvertidas revelaciones del Marqués de Sade o de Anais Nin.
En la actualidad ha hecho carrera la idea del amor como “una tabla de salvación” a qué aferrarse, en tiempos donde todo se hunde y todo se renueva como si nada. El amor de pareja es el oasis prometido, aunque se convierta en un campo de batalla. También es la reafirmación del propio yo, aunque suponga perderse un poco en ese otro yo que amamos. Es a veces la ocasión para desencadenar nuestro cinismo o nuestro sarcasmo, frente a una vida que consideramos infeliz. O nuestro nihilismo, si creemos que no vale creer.
¿Qué hay de enigmático en un sentimiento que apenas hace unos cuantos siglos no le despertaba la curiosidad a nadie?

La leyenda de Carlomagno

Si me lo preguntas, mi relato favorito sobre el amor lo hizo Italo Calvino, en forma de una pequeña leyenda y referido al gran guerrero de todos los tiempos. Dice así:
“El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.”
Es evidente la intención de Calvino de darle una nueva lectura a los ardores del amor. Ni siquiera le pone nombre a la afortunada damisela que fue inicialmente objeto de semejante pasión. “Una muchacha alemana”, dice apenas.
Luego se pierde por los laberintos de lo absurdo: un celebérrimo guerrero que venera un cadáver y lo hace embalsamar. ¿Nos sugiere que el amor no responde a las exigencias prácticas de la razón? ¿Que desatiende los límites de la cordura y se comporta como la entrada ineluctable en el mundo de lo irracional? ¿De lo inconsciente, tal vez?
Finalmente, nos entrega la mayor revelación: el amor se inscribe en el orden de lo mágico. Y tiene más que ver con nosotros mismos y con nuestros demonios internos, que con el objeto hacia el cual dirigimos el sentimiento.

Las coordenadas del amor

Si te defines como romántico y eres un eterno nostálgico del amor, es probable que en este punto te sientas incómodo. El amor es mayormente cierto sufrimiento, pero “un sufrimiento rico” del que nadie se quiere desprender. Florentino Ariza, personaje de la novela El amor en los tiempos del cólera, rechazaba con ahínco a todo el que quisiera protegerlo de la brasa en la que cada vez quería consumirse más. En esa lógica se mueve el amor y por eso hace temblar los cimientos de nuestra vida, cuando se presenta como quien no quiere la cosa…
Si algo tiene de valioso este sentimiento es que nos deja justo al borde del abismo donde a veces se nos antoja caer. Nos permite mirar el vacío cara a cara y nos recuerda que “si Dios nos dio la vida solamente para quitárnosla, en cambio nos dio el amor para que podamos plenificarnos” (mal parafraseando un poema de Juan Manuel Roca).
¿Dónde queda entonces la leyenda que con tanta maestría diseñara Italo Calvino? Quizás en la gran paradoja que nos habita. En la infinita soledad que cada uno de nosotros lleva como una marca y en la ilusión de superarla, con la que se dibuja. En la verdad de nuestro destino como individuos y en la promesa jamás cumplida de ser uno solo con otro ser humano. Tal vez en la misma sentencia enigmática con la que Pablo Picasso dilucidó la razón de ser del arte: “una mentira que nos acerca a la verdad”.

1 comentario:

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