martes, 2 de septiembre de 2014

El amor y la amistad no se compran ni se venden (5)


JELENA SIKIRICH
 
El verdadero amor y la verdadera amistad no se exigen, no se planifican, no se piden, no se compran ni se venden.
En realidad, vienen por sí solos. Lejos de ser un simple enamoramiento o una adquisición más para nuestra colección de objetos de valor, despiertan y se reconocen como estados superiores del alma. El verdadero amor baja del Cielo.
Igual que todos los grandes sueños, el amor no llega a ser realidad de golpe, sino que es el resultado de largas luchas, pruebas, sufrimientos, intentos repetidos de superación de los impulsos egoístas y posesivos. Solo lo puede encontrar aquel que no deja de soñar con ello como un principio superior de la vida y como una necesidad vital del alma. Entonces se siente como una bendición del Destino.
Cualquier intento de invocar el verdadero amor artificialmente, imponerlo, exigirlo, planificar los acontecimientos, poseerlo, acaban con un fracaso tarde o temprano. Esa rara ave de la felicidad, tan fina y frágil, presiente la amenaza y, evitando hacerse cautiva de cualquier tipo de intenciones egoístas, escapa de la jaula dorada especialmente preparada por nosotros, tal vez para no volver nunca más.
El verdadero amor es propio de los hombres y mujeres fieles que prefieren permanecer en soledad que traicionar sus nobles sueños y sus elevados criterios. Es para aquellos que no se venden. No entran en relaciones simplemente para propiciar el bienestar material y por el simple placer sexual. No se unen con cualquiera solo por no perder la oportunidad de formar una familia o para no quedarse solos hasta el fin de su vida. No se conforman con compañías de juerga, totalmente ajenas a los ideales de amistad y nobleza humana. En todos estos casos el hombre se asemeja a un actor o director de cine de talento que se ha estancado haciendo publicidad de productos al no haber podido esperar a que llegase su momento. El dinero cobrado, por mucho que sea, no es nada más que una compensación mínima, y por cierto, nada consoladora, por haber arruinado su talento.
Los intentos de valorar las relaciones desde el punto de vista del análisis minucioso y detallado de lo que nos separa son un pasatiempo vano, una pérdida de nervios y energías. Si pretendemos mejorar o salvaguardar nuestras relaciones, tenemos que proponer una pregunta fundamental: “¿Qué es lo que nos une?”. Nuestras relaciones con otras personas van a durar tanto tiempo cuanto dure lo que nos une. Si lo que nos mantiene unidos es una casa, un chalet, el dinero, el atractivo exterior, la libido sexual o cualquier otra cosa “a corto plazo”, es seguro que los primeros problemas que surjan en esta esfera van a constituir una amenaza a nuestras relaciones. Los vínculos que unen a los hombres que ya no tienen nada en común recuerdan a algunos pueblos situados dentro de las vías turísticas, donde tras las fachadas bien pintadas la vida aparenta ser normal, pero en realidad detrás puede haber un montón de problemas acumulados.
 
El verdadero amor y la verdadera amistad no se exigen, no se planifican, no se piden, no se compran ni se venden.
En realidad, vienen por sí solos. Lejos de ser un simple enamoramiento o una adquisición más para nuestra colección de objetos de valor, despiertan y se reconocen como estados superiores del alma. El verdadero amor baja del Cielo.
Igual que todos los grandes sueños, el amor no llega a ser realidad de golpe, sino que es el resultado de largas luchas, pruebas, sufrimientos, intentos repetidos de superación de los impulsos egoístas y posesivos. Solo lo puede encontrar aquel que no deja de soñar con ello como un principio superior de la vida y como una necesidad vital del alma. Entonces se siente como una bendición del Destino.
Cualquier intento de invocar el verdadero amor artificialmente, imponerlo, exigirlo, planificar los acontecimientos, poseerlo, acaban con un fracaso tarde o temprano. Esa rara ave de la felicidad, tan fina y frágil, presiente la amenaza y, evitando hacerse cautiva de cualquier tipo de intenciones egoístas, escapa de la jaula dorada especialmente preparada por nosotros, tal vez para no volver nunca más.
El verdadero amor es propio de los hombres y mujeres fieles que prefieren permanecer en soledad que traicionar sus nobles sueños y sus elevados criterios. Es para aquellos que no se venden. No entran en relaciones simplemente para propiciar el bienestar material y por el simple placer sexual. No se unen con cualquiera solo por no perder la oportunidad de formar una familia o para no quedarse solos hasta el fin de su vida. No se conforman con compañías de juerga, totalmente ajenas a los ideales de amistad y nobleza humana. En todos estos casos el hombre se asemeja a un actor o director de cine de talento que se ha estancado haciendo publicidad de productos al no haber podido esperar a que llegase su momento. El dinero cobrado, por mucho que sea, no es nada más que una compensación mínima, y por cierto, nada consoladora, por haber arruinado su talento.
Los intentos de valorar las relaciones desde el punto de vista del análisis minucioso y detallado de lo que nos separa son un pasatiempo vano, una pérdida de nervios y energías. Si pretendemos mejorar o salvaguardar nuestras relaciones, tenemos que proponer una pregunta fundamental: “¿Qué es lo que nos une?”. Nuestras relaciones con otras personas van a durar tanto tiempo cuanto dure lo que nos une. Si lo que nos mantiene unidos es una casa, un chalet, el dinero, el atractivo exterior, la libido sexual o cualquier otra cosa “a corto plazo”, es seguro que los primeros problemas que surjan en esta esfera van a constituir una amenaza a nuestras relaciones. Los vínculos que unen a los hombres que ya no tienen nada en común recuerdan a algunos pueblos situados dentro de las vías turísticas, donde tras las fachadas bien pintadas la vida aparenta ser normal, pero en realidad detrás puede haber un montón de problemas acumulados.

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