martes, 17 de septiembre de 2013

Un largo itinerario esiritual

Por Aida Jaramillo Isaza

Cuenta la historia que en los albores de la humanidad el hombre, admirado de su propia existencia y de los fenómenos naturales que le rodeaban por doquier y para los cuales no encontraba explicación alguna,, concibió la idea de que necesariamente tenían que existir seres superiores a él que manejaban la intrincada trama de la Vida y de la naturaleza cuyos secretos se le antojaban desde entonces como “misterios” insondables.
La vivencia de sus diversas emociones: amor, temor, dolor, el despertar de su pensamiento, el fenómeno del sueño, en el cual parecía vivir en otra dimensión, el enigma de la muerte, la existencia de los demás seres animados, la salida del sol y su ocaso, las fases de la luna. El sereno e inmóvil brillar de las estrellas, el trueno y el rayo de las tempestades, la furia de los huracanes, la fertilidad de la tierra, todo, en fin, debió inspirar al hombre primitivo el convencimiento de su pequeñez e ignorancia y la certeza de que existían esos seres superiores que dirigían el curso de su vida y estaban presentes en cada uno de los fenómenos de la Naturaleza.
De ahí la mitología de todos los pueblos en su afán de explicar lo inexplicable y el por qué a aquellos dioses primigenios se les fueron atribuyendo poderes extraordinarios que el hombre mismo deseaba poseer y características humanas que en  cierta forma justificaban y hasta ensalzaban sus propias flaquezas. Dioses y diosas variadísimos, para todos los gustos y necesidades, cuyo culto conoció los sacrificios humanos, la automutilación, las orgías sexuales, los aquelarres de magia negra y en nuestros días los ritos satánicos, los suicidios colectivos y los holocaustos étnicos que han estremecido de espanto, más de una vez, a la humanidad.
Al paso de los siglos estos dioses, creencias y costumbres han ido perdiendo vigencia o al menos se los mira ya como lo que son ignorancia, superstición, mitos, no han desaparecido del todo ya que la evolución mental del hombre esta tanto o más lenta que su evolución física y se precisan milenios para que una idea se transforme y ceda el paso a otra más depurada, más elevada, más acorde con la dignidad y la libertad del ser humano.
A este respecto es mucho ‘sino todo ‘  lo que la humanidad le debe a los místicos de las antiguas escuelas, a los grandes líderes del pensamiento y a las diversas religiones del mundo que en medio de toda clase de obstáculos e incomprensiones han ido disipando las tinieblas que oscurecen el corazón y el espíritu del hombre y mostrándole insospechados caminos de superación y ascenso. Gracias a todos ellos el linaje humano tiene hoy una visión más certera y y trascendente sobre el misterio de la vida y de la muerte y puede, incluso, encontrarle un sentido a su sufrimiento y a sus frustrados anhelos de felicidad.
Poco a poco, centuria tras centuria, con una lentitud que para muchos resulta desesperante, el hombre ha ido realizando este ascenso hacia la Verdad y ha ido llegando al conocimiento de sí mismo y de sus valores y posibilidades así como también de su responsabilidad frente a los demás y al mundo que habita. Sus errores y fracasos han ido ensenándole también cuánto daño se hace a sí mismo y a los otros y a qué abismos puede descender cuando trastorna el orden moral y la armonía cósmica que no dependen ya de ningún dios particular sino del uso y abuso que él mismo haga de su libertad.
En nuestros días este largo itinerario espiritual ‘desde los dioses primitivos hasta el Dios Único’  continúa su marcha ascendente y aunque a primera vista esta afirmación pudiera parecer inexacta, la verdad es que mucha gente, por diversos caminos que no pasan necesariamente por la adhesión a determinados credos  religiosos, anda buscando el sentido espiritual de su existencia y dándose cuenta de que en su interior existen insospechadas riquezas que superan con mucho a lo material, incapaz, por maravilloso que sea, de colmar sus ansias más íntimas de felicidad, de paz y de amor.
Es un retorno a lo sagrado, a las raíces mismas del ser interior. Al Dios de nuestro corazón, Espíritu y Vida que hoy, como ayer, sigue, en el silencio de Su Presencia Universal, acompañando al hombre, en este su inquietante peregrinar. 
 

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